Amanecía con el aire más limpio que te puedas imaginar. No recuerdo que hubiera tanto sonido de pájaros como seguramente habría pero sí el barullo constante del grupo de pavos que se paseaban por el campito que había entre mi casa y el gallinero.
En días libres, me levantaba y me sentaba a desayunar tranquilamente en la cocina amplia. Por la ventana veía la Sierra de las Ánimas. Llegaba el lechero, un tipo cordial que parecía disfrutar del ritual de traspasar la leche desde los grandes recipientes de metal que él traía a las dos ollas donde luego mi madre la herviría y generaría la nata para tortas posteriores. A mí me gustaba el sonido que hacía la leche en ese pasaje. Era un sonido gutural, con un ritmo fijo. Ese hombre algún día se murió cayéndose de un caballo.
En el gallinero había un par de gallos locazos que atendían a una buena cantidad de gallinas, quienes a su vez daban una buena cantidad de huevos. Cada tanto tenían pollitos. También teníamos patos. Uno de ellos, “Cuack cuack”, disfrutaba de poner su cuello entre mi pelo largo y cada tanto, con su pico amarillo-naranja, darles unos mordiscos cariñosos a mis caravanas de perlas. Primero fueron él y dos patas. Unos años después había más patos que gallinas.
A pocos metros de casa pasaba la vía del tren. Cada vez que venía la mole, mi hermano y yo salíamos corriendo a saludarlo. Hay cuentos de que cuando había truenos mi hermano lloraba porque no lo dejaban salir a saludar a los trenes. Al principio eran marrones y pasaban lento. Un día mutaron en trenes bala de color naranja y ya no nos daba el tiempo de llegar hasta la vía. Viajar de Pan de Azúcar a Montevideo en esos bólidos llevaba entre 4 y 5 horas… siempre y cuando no se rompieran.
La comunicación con Montevideo era por un teléfono a manija que conectaba con la operadora de la central de Pan de Azúcar, la persona mejor informada acerca de la vida ajena de la comarca. Si se te extraviaba un marido, era ella a quien debías preguntarle por su paradero.
La comunicación con el resto del mundo era con una radio de onda corta. Cuando por algo que yo veía como azar aparecía otro ser humano en el dial, sucedía en casa un festejo mayor que en día de Navidad o fin de año. Algunas veces ese humano hablaba un idioma que se comprendía en casa y todo.
Escuchábamos música y leíamos todo el tiempo y siempre había anécdotas en la vuelta. A mi madre le preocupaba nuestro pensamiento crítico en tiempo de dictadura, así que nos daba explicaciones extensas sobre absolutamente todo. Conmigo también se puso las pilas para enseñarme francés. Bonjour Line! A mi padre le fascinaba cómo funcionaban las cosas. Compraba “Mecánica Popular” y hacía circuitos que utilizaba para las máquinas del molino y demás. También se hizo una enorme pista de autos, como la que hubo por años en el Parque Rodó. Era parte de la diversión familiar, junto con los juegos de cartas, los Legos, la lotería con porotos y la payana.
Las estaciones tenían olor. Había olor a invierno, a otoño, a primavera y a verano. En invierno había escarcha que muchos días dejaba los campos completamente blancos y hacía levantar humo desde el arroyo y desde cada charco. De que llegaba la primavera nos enterábamos porque la familia de golondrinas que anidaba en el garage, llegaba siempre a tiempo… y porque el Escorpión se perdía y Orión aparecía más temprano.
Los bichitos de luz iluminaban los terrenos más en verano que en invierno. También había frecuentes invasiones de cascarudos, que jamás caían patas abajo, y de mariposas amarillas. Cada tanto aparecía una borboleta gigante. Daba trabajo imaginarla llegando o yéndose con esa pesadez existencial. Era como si de golpe se hubiera materializado y algún otro día desmaterializado, sin acción mediante.
A veces granizaba y era una fiesta. Otras veces llovía a cántaros y el arroyo crecía. Podía crecer tanto que más de una vez dudamos si emigrar a tierras más altas. Pero el agua siempre respetó los límites extremos. Ese arroyo era algo bipolar. Pasaba de la parsimonia pacífica a la euforia exultante en cuestión de un par de horas. A mí me gustaba especialmente cuando estaba equilibrado. Me sentaba en los escalones de una escalera que había al costado del molino, cerca de la compuerta, y ahí me quedaba, agradablemente sola, viendo y escuchando al agua fluir.
También tenía mis momentos de grandes frustraciones. El mayor de todos, no haber logrado aprender a volar por más que agité brazos y corrí lo más rápido que pude muchas veces.
Los atardeceres eran mágicos. Buena parte del año el sol se ponía detrás de la Sierra de las Ánimas. Si había nubes, había un festín de colores. Si no había nubes, parecía que el sol se hundía más rápido.
De noche nuestra casa se sentía protegida por la Sierra, el cerro Pan de Azúcar, la vía del tren y el arroyo, que aunque no se veían, se sentían. Había cientos de miles de estrellas que le daban una profundidad especial a la esfera oscura. Había ovnis también, pero yo elegía quedarme con la duda.
Cada día duraba dos, porque las horas estaban subdivididas.
Hacíamos paseos. En verano salíamos de casa a las 8 am y regresábamos 9:30 pm. Mi padre alquilaba canoas y enseñaba a esquiar en la playa de Piriápolis. En invierno algunas veces íbamos al Arroyo Solís Grande. Mi padre y su amigo se divertían esquiando con la ropa puesta y no mojándose. Yo vivía esas horas alerta de que ningún cangrejo se me acercara demasiado. También íbamos al “Pueblo Fantasma”, a visitar a mis abuelos y a dar una vuelta por la rambla.
En fin… más o menos así era la vida en Pan de Azúcar desde los ojos de esta y aquella niña. Viví ahí entre mis 4 y 10 años.